Tener miedo
Estar vivo es estar asustado.
La amígdala vibra
como la campana de un tren
que se despide de la ciudad
asaltada por el mar y las mentiras,
como la molécula de agua
mecida violentamente
por el calor de la llama.
El té está listo
y en la encimera de la cocina
el libro que nunca terminamos de leer.
A veces una canción,
un recuerdo al pie de una montaña
o del viaje que aún no hicimos,
como el ala de una mariposa
que acaricia mi mejilla,
me trae besos de lorazepam
para mi alma y mi consuelo,
y el televisor es una caracola
con el sonido de las playas
en que saltamos las olas,
Imbassaí como el cuento del pirata
abandonado por los turistas,
solos tú y yo,
y el tibio tacto de la arena,
la alfombra interminable
que conduce al futuro
o a la siesta compartida.
Estar vivo, supongo, es tener miedo,
y sostenerle la mirada
a esas dudas que nos achican los pulmones
a esa nada parecida
a la sensación del escalón olvidado,
la pendiente abrupta en el asfalto
viajando en el coche hacia una nube.
Saberse vivo aún temiendo
que el mañana sea un precipicio
o una casa con la puerta entreabierta,
vacía y silenciosa, guerra fría,
sabiendo que un día al despertar
Madrid se callará y tú, perdida;
saberse vivo aún sabiendo
que al borde de la vida está el olvido,
será la obligación de los valientes,
que saben que está todo por hacer,
que olvidados y asustados aún tenemos
la costumbre de pelear contra la sombras
que esperan escondidas en armarios,
que gritan su ronquera en los periódicos
que tiemblan en mi pecho como hadas
encerradas en un tarro como insectos.
Tenemos miedo pues amamos
con la voluntad voraz del que se sabe
perdido sin la paz de tus abrazos,
sin la analgesia dulce de la espera
que antecede a tu llegada de algún viaje,
promesa segura de saberse
a salvo de los miedos y el reproche.
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